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RÓZSA, MIKLÓS

Ciudad natal: Budapest (Hungría)
Año de nacimiento: 1907
Año defunción: 1995
DESCRIPCIÓN

Nació en Budapest (Hungría), el 18 de abril de 1907. Murió en Los Ángeles (EE UU), el 27 de julio de 1995.

Existen una serie de nombres que confieren un aura especial a la profesión de compositor de bandas sonoras, una distinción que elevan la mera composición musical para largometrajes a algo legendario y digno de recordarse como un arte elevado. Y uno de estos escasos nombres es, sin ninguna duda, el de Miklós Rózsa. Su carrera, de más de 40 años, recorre la mayor parte de la historia del cine en el siglo XX, y está cimentada en tantos trabajos tan recordados y con colaboraciones con gigantes del cine como Alfred Hitchcock, Billy Wilder o William Wyler entre otros, que su nombre evoca inmediatamente oberturas y melodías del género épico de antaño, composiciones orquestales primorosamente compuestas y notas y compases repletos del mejor cine que se haya hecho nunca. Rózsa es y será, ante todo, p... Continuar leyendo

Nació en Budapest (Hungría), el 18 de abril de 1907. Murió en Los Ángeles (EE UU), el 27 de julio de 1995.

Existen una serie de nombres que confieren un aura especial a la profesión de compositor de bandas sonoras, una distinción que elevan la mera composición musical para largometrajes a algo legendario y digno de recordarse como un arte elevado. Y uno de estos escasos nombres es, sin ninguna duda, el de Miklós Rózsa. Su carrera, de más de 40 años, recorre la mayor parte de la historia del cine en el siglo XX, y está cimentada en tantos trabajos tan recordados y con colaboraciones con gigantes del cine como Alfred Hitchcock, Billy Wilder o William Wyler entre otros, que su nombre evoca inmediatamente oberturas y melodías del género épico de antaño, composiciones orquestales primorosamente compuestas y notas y compases repletos del mejor cine que se haya hecho nunca. Rózsa es y será, ante todo, puro cine.

El compositor nació en Budapest, que en 1907 era ciudad del Imperio Austro-húngaro. La música era algo muy cercano y vivo en su hogar, ya que su madre era pianista (que había estudiado con alumnos del compositor Franz Liszt) y su padre, un industrial adinerado, era un apasionado de la música tradicional húngara. El hermano de su madre era violinista en la Ópera de Budapest, y fue quien le animó a probar este instrumento a la temprana edad de 5 años. Desde niño empezó a tomar clases tanto de piano como de otros instrumentos, como viola y piano, y pronto sus padres vieron que tenía madera de músico y buen oído para la composición. Años después, Rózsa sintió que debía salir de su ciudad para aprender más en otros países, por lo que decidió iniciar sus estudios universitarios en Alemania, en la Universidad de Leipzig. Tras empezar la carrera de Química, que pronto abandonaría, se inscribió en el conservatorio de la ciudad. Allí estudió composición y música coral, y empezó a desarrollar una gran afición y respeto por la música tradicional germana. Fue en Leipzig donde realizó sus dos primeras composiciones, un trío para cuerda y un quinteto para piano. En 1929 se diplomó cum laude, y unos años después se trasladó a París. Allí seguiría componiendo música, como la "Serenata Húngara para orquesta de cámara, Op. 10" y el "Tema, Variaciones y Finale, Op. 13", que fue calurosamente acogido e interpretado posteriormente por multitud de directores de orquesta y músicos.

Teniendo ya cierto prestigio como compositor clásico, Rózsa tuvo su primer contacto con el mundo del cine en 1934 gracias al compositor suizo Arthur Honegger, quien le habló de su participación en la adaptación de Les Misérables (34) al cine, y de las posibilidades que tenía unir dos artes como la composición musical y el medio cinematográfico. Rózsa fue al cine y quedó impresionado con el poder y la importancia que la música podía llegar a tener en el argumento y en la construcción de la propia película. El músico, de todas formas, proseguiría su carrera como compositor, así como sus traslados a otros países. Su siguiente destino fue Londres, y allí conoció a un compatriota suyo, el productor y director Alexander Korda, quien había oído hablar de Rózsa y su creciente prestigio. Korda le propuso participar en la película Knight without armour (37), con Marlene Dietrich y Robert Donat, y el compositor accedió. El estreno fue un éxito y Rózsa quedó satisfecho con la experiencia, por lo que participaría en las siguientes películas producidas por Korda, de modo que el productor húngaro le puso en la nómina de su propia compañía, London Films. Tras varios éxitos en el Reino Unido, Korda se trasladó a Hollywood y a su naciente y floreciente industria para terminar de acabar y rematar The Thief of Bagdad (40), uno de sus mayores triunfos. Rózsa encandiló a los espectadores con una portentosa banda sonora repleta de temas dinámicos de cariz árabe, bellos motivos románticos y un sentido épico de la aventura, consiguiendo su primera nominación al Oscar. Hollywood puso sus ojos en él, advirtiendo el enorme potencial del músico húngaro y pronto empezarían a lloverle las ofertas de la industria norteamericana. Sus dos siguientes películas, Lydia (41) y Sundown (41), ambas al año siguiente de su primer gran éxito, cosecharon otras dos nominaciones consecutivas al Oscar, algo que sería una constante en toda la carrera de Rózsa.

Rózsa también siguió ligado a Korda y a London Films en los años siguientes, y la adaptación de The Jungle Book (42) fue también un sonoro éxito tanto del productor como del compositor, con nueva nominación conseguida. Estos triunfos y la calidad de la partituras llamaron la atención de un joven director austriaco que se había establecido en Hollywood huyendo de los nazis, y que estaba preparando su siguiente película, Five Graves to Cairo (43). Su nombre: Billy Wilder. La colaboración entre el cineasta y Rózsa sería de capital importancia para ambos, ya que el genial director se beneficiaría del inmenso talento y sensibilidad del compositor húngaro para plegarse a cualquier argumento y género y hacer cine desde la música que iba componiendo; y el propio Rózsa, por aumentar su reputación gracias a películas que hoy ya son clásicos por derecho propio. Clásicos como la siguiente película de Wilder, Double Indemnity (44), que marcó un antes y un después en el cine negro, en la que Rózsa se emplearía a fondo para crear un telón musical de fondo pleno de oscuridad, fatalismo y romanticismo desesperado, en una mezcla novedosa que sacaba a relucir aquellos aspectos de los personajes que el guión mantenía ocultos o levemente señalados. Otro gran éxito y la prueba de que Rózsa era tan importante para las películas en las que participaba como el propio director y el guionista mismo.

Un año después, en 1945, era otro de los grandes directores del momento el que llamaba a su puerta requiriendo de sus servicios. Ni más ni menos que Alfred Hitchcock, quien debía de prescindir de su habitual Bernard Herrmann para su siguiente proyecto, Spellbound (45). Al contrario que con Wilder, Rózsa no llegó a congeniar ni a alcanzar la sintonía necesaria con el director inglés, a pesar de lo cual, su partitura para esta película es una de las cimas de su carrera, un prodigio de introspección en la psique del protagonista Gregory Peck, en una unión entre psicología, sexualidad y romanticismo como muy pocas veces se ha visto en una pantalla de cine. A ello contribuyó el uso innovador del theremin como instrumento para retratar el mundo onírico y el subconsciente del protagonista. Aun con todo, Rózsa tuvo que sufrir las interferencias en su trabajo del productor David O. Selznick y del propio Hitchcock, quien no quedó del todo satisfecho por el resultado. La banda sonora obtuvo un enorme éxito que le hizo ganar su primer Oscar de forma totalmente justa, y, caso único en toda la historia de estos premios, compitiendo contra otras dos bandas sonoras suyas: A Song to Remember (45) y su siguiente trabajo con Wilder, The Lost Weekend (45), que demostraba que entre el austriaco y el húngaro sí había complicidad y entendimiento. Prueba de ello es la fantástica partitura que consigue retratar al atormentado protagonista y sus obsesiones profundas de un modo introspectivo y sin concesiones.

Rózsa ya estaba en lo más alto, trabajando para los directores más prestigiosos, con un Oscar en el bolsillo y siendo un nombre capital en el cine negro. Prueba de su maestría en este género fue The Killers (46), donde demostraba que nadie podía igualarle a la hora de perfilar musicalmente psicologías de personajes y navegar entre las oscuridades y turbiedades propias de los argumentos de estos filmes. Los 40 también verían a Rózsa trabajar con cineastas como George Cukor (que le proporcionaría al compositor su segundo Oscar por A Double Life) y Jules Dassin (en Brute Force y The Naked City). El final de la década y el comienzo de los 50 supondrían otro paso importante para Rózsa, ya que firmó un contrato para trabajar con la Metro Goldwyn Mayer. Este contrato y esta colaboración pondrían al compositor en la rampa de lanzamiento hacia otro género que le haría tan popular como el cine negro, incluso más aún: el género épico y bíblico. Madame Bovary (49) fue su primer proyecto con la MGM, pero la moda por las películas mastodónticas con enormes decorados, miles de extras y argumentos bíblicos o legendarios estaba a punto de comenzar, y uno de sus primeros referentes fue Quo Vadis en 1951. La adaptación de la novela sobre la persecución de los primeros cristianos en la Roma de Nerón supuso el debut de Rózsa en este género, en el cual sentó cátedra gracias a su férrea de voluntad de investigar las peculiaridades musicales históricas del período en el que se ambientara la película, ya fuera la Antigua Roma o la Edad Media. La minuciosidad para intentar recrear cada época dio sus frutos en su primera película épica, ya que distinguió musicalmente tanto a los romanos como a los esclavos y a los cristianos, cada uno con melodías de raíz diferente. Unió esas categorías con radiantes e imponentes temas que encajaban como un guante en el argumento de la película, convirtiéndose tanto en éxito absoluto como en precursor para las siguientes muestras del género. Sólo un año después, su batuta viajaba en el tiempo y aterrizaba en pleno siglo XII, época en la que se ambientaba el argumento de la celebérrima Ivanhoe (52). Rózsa aplicó el mismo método que en su anterior proyecto, y dedicó tiempo a investigar la música del período histórico, para aplicarla posteriormente en las diversas melodías románticas, dramáticas y épicas que darían color y solidez al legendario relato medieval.

En los 50 Rózsa se dedicó casi enteramente tanto al género épico como al aventurero, pero pudo también tener paréntesis agradecidos entre proyectos mastodónticos para películas más pequeñas, dramas y hasta para seguir con su carrera paralela como concertista (en estos años renegoció su contrato con la MGM para que incluyeran 3 meses libres donde podría dedicarse a la pura composición a su gusto y con total libertad). Tras Plymouth Adventure (52), la aventura del navío Mayflower para fundar las primeras colonias en Norteamérica; Rózsa tuvo la oportunidad de oro de colaborar con otro nombre de leyenda: Joseph L. Mankiewicz, quien lo reclutó para la adaptación del Julius Caesar (53) de Shakespeare. Esta película estaba alejada de los estándares del cine de decorados y multitud de extras, siendo un drama teatral centrado en los intérpretes y en escenas íntimas, de modo que Rózsa desechó utilizar música de inspiración romana y se inclinó por una partitura dramática y densa de orquestación moderna para adaptarse al lenguaje universal del propio Shakespeare. Otro gran triunfo, al que pronto se uniría el del otro proyecto de aquel año 1953, Knights of the Round Table, con música una vez más dinámica, solemne y sólida como todas las que jalonaron este tipo de películas. En esta década, todo aquel proyecto ambientado en una época fantástica o perteneciente al género de la aventura pura y dura siempre iba a buscar a Rózsa como el nombre perfecto para darle música y cuerpo a las imágenes. Tras Valley of the Kings (54) y The King´s Thief (55), el compositor húngaro tuvo de nuevo la fortuna de poder trabajar con otros dos nombres capitales del momento. Por un lado, Fritz Lang quiso contar con sus servicios para la maravillosa película de aventuras Moonfleet (55). para la cual no decepcionó y compuso un compendio fabuloso de melodías heroicas, intensas y desbordantemente románticas. Y por el otro, Vincente Minnelli estaba preparando una película sobre el atormentado pintor Vincent Van Gogh, y buscaba a un músico cuyo talento permitiera que la música se aliara con la expresividad y la fuerza de las imágenes para trasladar al espectador ese universo de dolor, contradicciones, tormentos y desequilibrios del pintor holandés. Rózsa le regaló una obra que es una referencia absoluta para cualquier compositor que desee "narrar" musicalmente lo que significa la creatividad artística unida con la locura y la pasión. Una música expansiva, explosiva, bella y lírica para Lust for Life (56), que afianzaba aun más al compositor como uno de los nombres más reconocidos y alabados del momento.

Pero el Everest, el culmen de toda su carrera (en popularidad y en calidad) estaba por llegar. Tras diversos trabajos con directores como Richard Brooks (Something of Value) y Douglas Sirk (en la impresionante A Time to Love and a Time to Die), a Rózsa le llegó el turno de volver al género que tan bien dominaba. Esta vez se trataba de una nueva adaptación de la novela Ben-Hur, ya llevada al cine en una película muda de los años 20. La historia del acaudalado judío que, en tiempos de la Judea romana, es traicionado por su amigo romano Messala y enviado como esclavo a las galeras para luego volver a cobrarse su venganza iba a tener una costosa y lenta producción hasta que se rodara y llegara a los cines. El director era un nombre respetado, William Wyler, y todo en esa película fue grande y arduo: la escritura (y reescrituras) del guión, el casting, la construcción de los decorados en Cinecittá... Meses y meses de preparación, casi año y medio, que fueron aprovechados mejor que nunca por Rózsa, que en esos momentos no tenía demasiado trabajo y podía dedicarse casi por entero a la preparación de la música. Viajó a Roma para inspirarse en las ruinas de lo que quedaba del fastuoso Imperio de los césares, compuso melodías y material que fue puliendo con el paso del tiempo... preparando tan exhaustivamente la música de la película como poquísimas veces después ha vuelto a realizar cualquier compositor. Todo el trabajo aplicado y toda la libertad de que dispuso, teniendo en cuenta el respeto que despertaba y los antecedentes dieron lugar lo más lógico y sencillo: una obra maestra absoluta, una de las mejores y más importantes bandas sonoras de cualquier época. El metraje de la película es extenso, y apenas hay minutos o secuencias de la película donde no aparezca algún tema de Rózsa, quien sobresalió como nunca creando un abanico enorme de temas, a cada cual mejor. El tema principal, dedicado a la valentía, la integridad y la virtud de Judá Ben-Hur, un contratema para su enemigo Messala, un tema de amor para Judá y Esther, temas para el propio Jesucristo y su influencia en la propia película, marchas marciales para los romanos, fanfarrias victoriosas para la legendaria carrera de cuadrigas en el circo... Ningún personaje o aspecto de la película quedó sin su tema correspondiente, y la brillantez, la emotividad, el lirismo y la majestuosidad fueron sencillamente inalcanzables. La película se llevó 11 Oscars, y uno de ellos fue, merecido como pocas veces, para Rózsa y su obra magna.

Instalado en la élite absoluta, estaba en el mejor momento de su carrera. Tras un año de descanso, y recién empezada la década de los 60, recibió una llamada de Samuel Bronston, el productor que estaba intentando levantar una industria cinematográfica en España, convirtiendo al país en un set de rodaje donde llevar a cabo, de forma barata, con una variedad de escenarios y paisajes formidable y técnicos cualificados de primera categoría; películas épicas de la mejor calidad. Tras su primera película producida por su empresa, Bronston quiso hacer su propia versión de los últimos años de la vida de Jesucristo y para ello contrató a todo un grande como Nicholas Ray. En este momento no había nadie en todo el mundo que superase a Rózsa en lo relativo a componer música para este tipo de películas, y Bronston lo sabía. De modo que convenció al compositor húngaro de realizar su primera película puramente religiosa y participar en King of Kings (61). El músico se inspiró en la música sacra con coros para realizar una partitura que, más que épica y suntuosa, es mística y elevada. Música para retratar la propia figura de Cristo y sus milagros, para lo que compuso una extensa partitura llena de momentos exaltados y líricos que quedaban resumidos en uno de los temas más hermosos y luminosos de toda su carrera: "The Lord's Prayer". La película fue un triunfo, así como la música, con lo que Bronston quedó muy satisfecho. Como tenía en producción su siguiente película rodada en tierras españolas, le faltó tiempo para proponerle a Rózsa su participación, dándole toda la libertad y los medios que deseara. El siguiente proyecto llevaría al cine la historia legendaria del Cid, el héroe medieval español por antonomasia que luchó con y contra los musulmanes en la Castilla del siglo XI. Rózsa, interesado por el personaje y su época, visitó España, entrevistándose con el mayor experto de la época en el personaje, Ramón Menéndez Pidal, que le sugirió que examinase y estudiara las Cantigas de Santa María, una recopilación de canciones religiosas recogidas por el rey Alfonso X El Sabio. Rózsa las empleó como base para varios de los temas que luego utilizaría en la película, para que tuvieran sus raíces en la misma época en la que transcurren las peripecias del Cid. Los meses empleados de nuevo en investigar, adaptar y aplicar la música del período para los propósitos dramáticos del filme dieron de nuevo sus frutos y El Cid supuso otro gigantesco éxito para Rózsa. Con un tema principal apabullantemente solemne y heroico para retratar la nobleza del personaje, la composición navega entre temas que utilizan magníficamente la instrumentación medieval, momentos para la acción, la lucha y el combate; y un exacerbado romanticismo para retratar el devenir de la pareja protagonista. Todo ello con un lirismo y una belleza de tal calibre que, en temas como "The Barn", "El Cid March", "Fight for Calahorra" o "The Legend and Epilogue", la partitura está a la altura de la mismísima Ben-Hur. La otra cima, el otro Everest del compositor. Dos obras maestras que nunca han sido superadas en su género por nadie.

Los 60 seguían transcurriendo, y a Rózsa le quedaba una partitura más para cerrar su ya mitológica etapa en las películas bíblicas y épicas. Sodom and Gomorrah (62) le uniría con otro estupendo director como era Robert Aldrich, y le permitió de nuevo explayarse con una variedad de sólidos e imponentes temas de aires históricos para recrear el famoso episodio bíblico. Sin llegar a la altura de sus predecesoras, esta composición era digna de la solidez y el talento inmensos del músico húngaro. Después de tres años con trabajos agotadores y largos, Rózsa se tomó un descanso durante unos pocos años para descansar y coger nuevos aires para su carrera en el cine, mientras se dedicaba a su otra ocupación de concertista y compositor, que tanto disfrutaba (en esta época de descanso, por ejemplo, compuso el Cello Concerto, Op. 32). En 1968 le llegó la oferta de trabajar en una cinta bélica, género en el que nunca había participado. Se trataba de The Green Berets (68), filme dirigido, levantado y protagonizado por John Wayne, cuyo compositor elegido, Elmer Bernstein, salió de la película por desacuerdo con el enfoque ideológico de la misma (la película era una justificación de la intervención americana en Vietnam). Rózsa aceptó participar, y su partitura, con motivos étnicos asiáticos y melodías marciales, aunque solvente y sólida, no estuvo entre lo mejor de su carrera, y desde luego, lejísimos de casi todo lo hecho anteriormente. Con este oasis en estos años, el compositor llegaba a los años 70... donde un viejo amigo le llamaría para que volvieran a trabajar juntos. Billy Wilder ya era a comienzos de esa década un nombre respetadísimo, y considerado uno de los mejores directores de siempre. Llevaba años queriendo levantar un proyecto personal sobre Sherlock Holmes, en una película, The Private Life of Sherlock Holmes (70) donde retrataría los aspectos más controvertidos y enigmáticos del famoso detective, aparte de situarlo en una de sus múltiples aventuras. Rózsa no pudo negarse a colaborar con uno de los directores con el que mejor se había entendido. Escribió un tema central de aires europeos, casi como un vals juguetón y circense, para retratar lo misterioso y poliédrico del protagonista. Rózsa dio una preponderancia al violín como instrumento para retratar la tristeza y la soledad que muestra el protagonista en algunos momentos de la película, en su relación con el personaje femenino y en sus propias debilidades e inseguridades. La trama, ambientada en Escocia, merecía también melodías de aires celtas que Rózsa ofrece con elegancia y exquisitez, integradas perfectamente en la acción y el argumento. La banda sonora está a la altura y es una maravilla, pero el fracaso de la película en su momento oscurecieron uno de los logros de Rózsa, que volvía a mostrar tanto su polivalencia como su enorme talento.

Los 70 fueron una época donde empezó a espaciar sus trabajos en el cine, donde cada proyecto era escogido en función del argumento, el director y las posibilidades y retos que representaran para el compositor. The Golden Voyage of Sinbad (74) le permitió a Rózsa volver al género puramente fantástico, y proveniente de "Las mil y una noches", 33 años después de su trabajo para The Thief of Bagdad. La película ha quedado como una simpática cinta de aventuras con unas criaturas animadas por Ray Harryhausen que son ya pura historia del cine de animación. Rózsa desplegó todo su repertorio de melodías para enfatizar la acción, la aventura y el peligro, con aires árabes e hindúes. La película se benefició extraordinariamente del gusto elegante y sinfónico del compositor. Tres años después, Rózsa aceptó trabajar con el que era todo un tótem del cine europeo: Alain Resnais, que iba a rodar una película en inglés y con actores británicos, Providence (77), un drama denso y oscuro sobre un escritor alcoholizado y atormentado. Rózsa compuso la que probablemente fue su última gran obra, una partitura absolutamente magistral que combina melodías interpretadas a piano con un vals triste y decadente, todo ello para retratar y estudiar el alma de su protagonista. Una composición saludada como una de las mejores contribuciones del músico en su carrera. Al año siguiente, Billy Wilder volvía a llamar a su amigo y colaborador para que participase en su siguiente película. Wilder ya no estaba en sus mejores años, ni la crítica le idolatraba como antes (aunque su prestigio se mantuviera intacto), pero él seguía rodando cada proyecto que se le presentaba. Fedora (78) era casi una revisión del argumento de Sunset Boulevard (50), de nuevo una antigua actriz rememora sus mejores éxitos y su época dorada, y su mente empieza a no distinguir entre recuerdos y realidad. Rózsa siempre se sintió a gusto y en libertad trabajando con Wilder, y aquí volvió a demostrarlo con una fantástica composición donde retrataba tanto el mundo exterior como el interior de la protagonista, comparándolos musicalmente y extrayendo una tristeza y una desesperación cristalizados con melodías intensas y elegantes. Una banda sonora que mereció mucho más reconocimiento, incluso a nivel de premios, pero de nuevo el poco éxito de la película y que Wilder ya no estaba de moda minimizaron su calidad.

Los años pasaban y Rózsa empezaba a sentirse fuera de sitio en el mundo del cine, un mundo que había cambiado muy deprisa y para el que ya apenas había proyectos que le apasionaran o directores que supieran entregarle todo el margen y la libertad de las que había disfrutado años atrás. Con todo, aun seguía en activo, y en 1979, un año después de su última película con Wilder, le llegó la oportunidad de volver al género fantástico y aventurero. Time After Time era una propuesta que contaba con la originalidad de situar a H.G. Wells como un personaje protagonista en su propia máquina del tiempo viajando por distintas épocas tratando de dar caza a Jack el Destripador. Ciencia-ficción y aventura que permitieron a Rózsa desarrollar un tema principal imponente, que condensaba todo el sabor de la aventura y la fantasía, así como diversos temas secundarios para la acción, el romance y los momentos de peligro. Toda una maravilla que ayudaba sobremanera a la película en su argumento y su calidad. Los siguientes tres trabajos del compositor, que a la postre resultarían ser los últimos, supondrían una oportunidad para retomar los códigos musicales del cine negro, códigos prácticamente patentados por el mismo Rózsa 40 años atrás. Para Last Embrace (79) y Eye of the Needle (80), sendos thrillers ambientados en épocas distintas pero con puntos en común, el músico volvió a las mismas coordenadas que ya usó y patentó para su mítica época del noir de los años 40: melodías turbias y oscuras, con momentos bellos puntuales para retratar la desesperanza y la ambigüedad de los personajes, y todo para mostrar la psicología y los deseos de los protagonistas en medio de un ambiente opresivo. Ambas películas se beneficiaron, como todas las demás en la carrera de Rózsa, de la inmensa capacidad del compositor para coger cualquier argumento y convertirse en el otro "director" de la película para transmitir ese argumento y narrarlo al propio espectador.

Alcanzando ya los 80, Rózsa colaboró en una comedia que parodiaba precisamente aquellas películas de cine negro en las que participó tantos años atrás. Dead Men Don´t Wear Plaid (82) era una parodia a mayor gloria de Steve Martin, pero que el músico se tomó tan en serio como si la dirigiera Wilder y creó una estupenda muestra de melodías y sonidos totalmente dignos de los mejores títulos del género. Una forma elegante y sólida para terminar una carrera y una filmografía que eran pura Historia del Cine. Y es que esta película supuso la última contribución de Rózsa al séptimo arte, puesto que ese mismo año y durante unas vacaciones en Italia, sufrió un ataque al corazón del que pudo recuperarse, pero que le hicieron ver que su edad ya no le permitía mantener el ritmo de la industria. Así que decidió retirarse del cine y dedicarse a componer música para conciertos a su propio gusto y ritmo, piezas como la Sonata para el Ondas Martenot Op. 45, de 1989. Durante su jubilación se mudó a California, donde pudo dedicarse tranquilamente a la que había sido la pasión de su vida, aparte de escribir su autobiografía y recibir premios y reconocimientos. En 1995, a la edad de 88 años, Rózsa fallecía en su casa y era enterrado en Forest Lawn, en las colinas de Hollywood, un lugar a cuya aura legendaria para la historia del cine tantas veces habían contribuido las bandas sonoras del propio compositor.

Crear cine a través de la música, desde el propio pentagrama, es un arte que solo un puñado de compositores elegidos a lo largo de las décadas ha logrado alcanzar. Por su formación musical, por el talento y la inteligencia desplegadas durante años y años, por haber redefinido y reformulado, musicalmente, los códigos y el estilo de nada menos que dos géneros cinematográficos (el noir y el cine bíblico y épico), por tener la inmensa capacidad de adaptarse a cada director, cada argumento y cada guión para moldear la música y las notas de cara a llegar al espectador, darle pistas sobre los personajes y esculpir los matices y claroscuros de cada situación; y especialmente, por ser capaz de crear unos temas y unas melodías que por su belleza y su calidad, han llegado siempre muy adentro a generaciones de espectadores que descubren y siguen descubriendo las películas de Wilder, Wyler o Mann... por todo ello, Miklós Rózsa es de los escasos compositores de cine que merecen el título de "maestro" con toda la justicia. Un nombre que es sinónimo de cine tanto como lo pueden ser Hitchcock o Wilder, un hombre que sin necesidad de cámaras o claquetas, también hizo cine con una batuta y un pentagrama.

(Isaac Duro)

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