En lo más crudo de la Primera Guerra Mundial, dos jóvenes soldados británicos reciben una misión aparentemente imposible: atravesar el territorio enemigo para entregar un mensaje que evitará un mortífero ataque contra cientos de soldados.
El gran reto de la música en este filme es el encaje que pueda tener siendo una película que discurre en absoluto continuum, siguiendo a los protagonistas desde el principio hasta el final en lo que son dos (falsos) planos secuencias estupendamente bien hechos. ¿Música en continuum, también en dos planos secuencias musicales, o solo en momentos determinantes? ¿Música para las acciones y acontecimientos, para la perspectiva de los personajes, externa a ellos, solo para los espectadores o una combinación -a ser posible no confusa- de las anteriores?
La perspectiva de la música no es la de los personajes -salvo en momentos muy puntuales- y tampoco está para narrar ni dramatizar, puesto que literalmente no hay tiempo para consolidar una explicación ni una emoción, tanto por la celeridad como por el constante movimiento y también por los rápidos cambios de escenario y de situaciones. Por otra parte, y porque todo sucede así, la música de pretender ser explicativa y dramática llegaría siempre tarde o, de avanzarse para evitarlo, sacaría al espectador de la posición a ras de cámara y personajes, que es lo que sustenta este filme.
Dado que la música no es la cámara musical del filme (podría haberlo sido) lo que finalmente hace es aparecer en momentos concretos bien para incrementar la tensión por lo que se avecina -un recurso que no deja de ser convencional- o bien para impregnarse de barro y muerte y generar incomodidad, toxicidad: son estas las músicas deshumanizadas que de algún modo ya están en esos lugares, esperando a protagonista y espectadores. La combinación de ambas -probablemente empleadas de modo excesivo- provocan caos, desorden, agresividad y sobre todo incerteza y confusión: es la fórmula explosiva que hace del recorrido (para personajes y espectadores) una auténtica pesadilla. Se añade un tercer elemento, esta vez sí relacionado con emociones humanas, que aunque no es explicativo y no es concreto en lo dramático sirve de contrapunto y en su progresión va implicando al protagonista, especialmente a partir del segundo acto, hasta llegar al último tramo, intensamente emotivo. Es en ese final donde Thomas Newman expande una música que durante todo el filme quería y no podía ser liberada. Es un buen propósito, y bien llevado. El problema en verdad es que la música en sí no tiene nada de singular, ni de entidad ni de grandeza, que es algo que busca abiertamente en toda la parte final y que solo alcanza de modo algo impostado.