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ENTRE ESCLAVOS Y ESPARTACOS

19/10/2016 | Por: Conrado Xalabarder

Si a los compositores aspirantes a trabajar en el medio audiovisual se les diera a elegir entre desarrollar su carrera en la obediencia, haciendo lo que se les manda, o ser creativos, siguiendo la visión del director pero aportando ideas beneficiosas, ¿qué escogerían? Aunque la respuesta sea obvia, habría quienes tomarían la senda menos problemática, la del dime qué quieres y yo lo haré a tu gusto. La del artesano pero no del artista, la de quien piensa en música y no en el cine que puede hacer con ella.

El editorial de la pasada semana ha generado un interesante debate en las redes sociales que va más allá de una mera cuestión de terminología, pues lo que se pone en la diana es el reconocimiento de la música de cine. Aunque mantengo que hay arte en ella creo que es aceptable la contraoferta hecha por el propio Richard Bellis de considerar la labor del compositor en términos de maestría, algo que es superior a la mera artesanía, término este en el que es muy injusto englobar a los compositores que proponen y a los que solo obedecen. Es en todo caso un asunto en el que seguir debatiendo.

Hay que preguntarse si el compositor debe ser un colaborador obediente y atento a las indicaciones del director o debería asumir la película como si fuera propia y buscar su beneficio (el de la película) incluso a costa de enfrentarse por discrepancias artísticas con el director. Son dos posturas opuestas que respectivamente vienen a representar lo que defiende Bellis y lo que defiendo yo, aunque ni Bellis es un entrenador de esclavos ni yo un alentador de Espartacos: entre el blanco y el negro hay una gran escala de grises en la que ambos nos posicionamos, pues es evidente que Bellis no niega que el compositor pueda ser activo en sus propuestas ni yo afirmo que deba despreciar los criterios del director. Ambas son dos caras de la misma moneda.

Eso sí, si el compositor emergente debe elegir entre una u otra cara de esa moneda le recomiendo que no lo dude y elija la de la obediencia, y que se olvide de tener aspiraciones de Espartaco, porque puede tener serios problemas que comprometan su carrera. Esto sucede, es lo usual y es una desgracia en todos los sentidos.

En un escenario normalizado, razonable, de sentido común, el compositor sería visto como un colaborador de alta importancia con el que construir la película y al que escuchar si tiene una visión que pueda mejorarla. Porque hay algo incluso mucho más importante que el director, y es la propia película. Y en una situación razonable, como maestro en las artes musicales, el compositor debería tener voz y también voto, y el director la inteligencia de saber aprovechar ese conocimiento y las propuestas que se le hagan. Probablemente sucede así en las más en altas esferas, cuando los directores trabajan con los compositores más importantes, pero raramente ocurre si el compositor es emergente, pues de él se espera sumisión, obediencia y que no genere complicaciones con sus ideas, si es que las tiene, aunque puedan ser mucho mejores que las del director.

Sin embargo, es bastante más probable que se escuchen las sugerencias de un director de fotografía emergente, de un montador emergente o de un técnico de sonido emergente que no las de un compositor emergente (y no emergente). Esto tiene una derivación fatal, la del miedo a proponer por el pánico a ser despedido o clasificado como conflictivo, una pesadilla entre tantos compositores con talento de cineasta que acaban encadenados en la esclavitud de la sumisión. Y si hay miedo, hay bloqueo en la exposición de lo creativo, y en consecuencia la película puede resentirse, como usualmente sucede, y al final se acaba mostrando una catedral con deficiencias en su construcción.

Hay más consecuencias negativas derivadas del miedo o exceso de prudencia que pueden sentir los compositores emergentes (y no emergentes), y algunas afectan a la proyección pública de lo que es la música de cine, perjudicándola bien involuntariamente o por imprudencia o incluso por indiferencia. Pero sobre este punto me extenderé próximamente, pues hay cosas muy importantes que comentar –la necesidad de supervivencia también crea monstruos- y que necesariamente deben ser abordadas. En este editorial, planteado el problema y sin la arrogancia de querer ofrecer la solución, pues no dispongo de ella, creo importante exponer algunas de las causas.

Muy resumidamente –en realidad los titulares llevan ya el desarrollo de la explicación- hay dos factores determinantes: el educativo y el laboral. Es inconcebible que en lugares donde se enseña cine (en España pero también en Estados Unidos) la música no exista como disciplina de estudio obligada para quienes se forman como directores, productores o para otros departamentos. La música de cine, en la enseñanza, es una materia que se imparte (si se imparte) a los compositores. A lo más, algunas charlas o unas cuantas sesiones se consideran suficientes para dar formación a quienes no son compositores pero van a dedicarse a hacer cine.

Al no introducir la música en el circuito formativo de cine, se la deja expuesta al criterio emocional de los directores, algo terrible. Un director de cine –yo lo he demostrado ampliamente- puede tomar decisiones musicales sin pensar siquiera en música, y mucho menos en emociones. Esto se puede enseñar pero no se enseña, ni a los estudiantes se les habla de estructuras, narrativa, arquitecturas o discurso. Para la mayor parte de los directores la música de cine… es música, y al compositor se le ve como músico, no como cineasta. Esto es algo muy enquistado, contra lo que hay que luchar, y es una parte importante del origen del problema, pues finalmente los directores no saben muy bien qué hacer con la música, más allá de rellenar escenas o transmitir emociones.

En Estados Unidos los compositores de cine no están sindicados, cuando prácticamente lo están hasta los que sostienen las perchas de los micros, y por tanto no tienen una protección que les ampare en temas de honorarios, derechos, etc. Ha habido en el pasado algún intento, pero fracasado y con perjuicio profesional para sus promotores, como fue el caso de Elmer Bernstein, estigmatizado por haberlo intentado. En España tampoco lo están pero además sufren el expolio (cuando no robo) de las a menudo obligadas cesiones de derechos de autor para poder trabajar, algo de lo que necesariamente tendremos que hablar en otro momento. Y en el resto de Europa la situación no es mejor para este sector profesional: las asociaciones que se han constituido para esta defensa –Musimagen en España- llevan años trabajando sin resultados muy significativos. Así, entre la falta de formación de los directores y la falta de protección de los compositores es comprensible que la prudencia cuando no el miedo haga que los aspirantes que podrían ser cineastas –siempre y cuando tengan los conocimientos o la voluntad- asuman por límite el oficio de artesano, y que renunciando a ser Espartacos se conformen con vivir como esclavos. Pero esto no está nada bien, porque el cine también necesita compositores que puedan ser y se les permita ser cineastas.

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