Dos jóvenes que viajan en tren son seguidas y atacadas por un psicópata.
En el viaje que el compositor emprende a bordo de este siniestro tren de la muerte, el compositor no viene a calmar los ánimos, precisamente. Este es un Morricone visceral, agresivo, deliberadamente desagradable, que lleva en su maleta una partitura hostil, en la que integra los sonidos del tren en marcha y otros recursos (armónica, silbidos) que le permiten -con su habitual maestría- convertir a la música en una espesa niebla que inunda y asfixia el espacio físico. Sus temas, caóticos y bien poco melódicos, pretenden y consiguen que la experiencia del viaje resulte casi pesadillesca. Frente a esta avalancha de música, y es prácticamente una crueldad, los temas dramáticos normales son tan débiles que quedan reducidos a su mínima expresión instrumental y melódica, lo que hace más evidente quién domina el entorno.