Precuela de A Quiet Place (18). Una mujer llamada Sam trata de sobrevivir a una invasión en la ciudad de Nueva York por criaturas alienígenas sedientas de sangre con oídos ultrasónicos.
Más allá de las virtudes (o la falta de ellas) que pueda tener este filme especialmente en relación con A Quiet Place (18) hay que poner en valor aquello en lo que la película con música de Beltrami pisoteó: el silencio musical allá donde los personajes no pueden hacer ni un solo ruido. Aquí sí se respeta esa lógica y tienen un adecuado protagonismo los efectos sonoros: el crick de un trozo cristal que se rompe es infinitamente más inmersivo y terrorífico que la orquesta sinfónica. Porque de inmersión de la audiencia se trata. Naturalmente hay abundante música y del todo útil: en las secuencias previas a la catástrofe, naturalmente, pero también para las emociones de los personajes, pues la cámara musical se posiciona en ellos, mostrando cómo se sienten y contribuyendo, así, a explicarles mejor y a mejorar esa inmersión de la audiencia. También hay música en algunas de las acciones, cuando la virulencia y frenesí de la secuencia lo es más gracias a la música. Finalmente, en lo que respecta a la música dramática, es destacable el tono melancólico del conjunto y el notable tema principal de la protagonista, que ayuda a mostrar su vulnerabilidad.