Para poder casarse con su amada, un hombre debe reunir medio millón de dólares. Y se pone a ello...
Puede parecer a veces que defender a un determinado tipo de Morricone responde más a cierto esnobismo que a un sentimiento real de admiración por el legendario compositor romano, por supuesto en lo que concierne a sus bandas sonoras de músicas vulgares. Pero no hay que perder la perspectiva: el creador de maravillas líricas fue también quien firmó otras obras bastas. Pero es más que evidente que el compositor capaz de escribir melodías tan apabullantes como las primeras no perdía talento a la hora de asumir comedias como las segundas: simplemente, hacía lo que quería y también debía, que no era otra cosa que situar el nivel de su música al mismo nivel que las películas para, desde esa posición, multiplicar por enteros el tono sarcástico, cómico o incluso grotesco. Y lo hacía con una música deliberadamente sucia, simple y mundana, pero con un refinamiento instrumental y algunas experimentaciones que ponían en evidencia que esos trabajos estaban siendo para él campos de prueba musical y que se lo tomaba muy en serio.
Este western de quinta categoría no podía ser en ninguna manera digno de llevar música sublime (entre otras cosas, porque no beneficiaría al propio filme) sino, por el contrario, una música en su máxima decadencia y podredumbre. Y es exactamente lo que hizo: música podrida, demencial e insolente. Tanto como para no solo hacer deliberadamente mala música sino incluso para insertar en ella eructos. Y lo hizo, como en tantas ocasiones, fenomenalmente, porque nadie como él ha escrito tan bien mala música que, siendo así, le daba al filme el tono que se buscaba. En esta partitura en concreto colaboró con Bruno Nicolai y, aunque no figura entre sus mejores creaciones de la mala música sí es altamente representativa de la ausencia de límites que el compositor tuvo para hacer, siempre, lo que quiso.