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CRÓNICAS DE FIMUCITÉ (II): GUERREROS DE LA GRAN PANTALLA

29/09/2017 | Por: Conrado Xalabarder
CRONICAS

Crónica de Acaimo González Sarmiento

El concierto en Fimucité 11 del jueves 28 de septiembre en el Teatro Guimerá de Santa Cruz de Tenerife fue el resultado de la asociación del festival canario con, por una parte, su festival hermano de Cracovia y, por otra, con el sello discográfico Tadlow. Por ello, en la presentación del concierto participaría una de las responsables del festival polaco, Agata Grabowiecka, quien destacó no solo la relación existente entre los dos eventos musicales, sino el hecho de que el programa se abriera con música de un compositor compatriota, concretamente Marcin Przybylowickz, co-autor, junto a Mikolai Stroinski y Piotr Musial, de la música para el videojuego Wiedzmin 3: Dziki Gon – Krew i wino (16). En cuanto a la relación con Tadlow, recordemos que se trata de un sello dedicado a la recuperación y grabación de títulos clásicos y, al parecer, ha sido de gran ayuda a la hora de proveer de partituras al festival. Por ello, y por su carrera comprometida con la recuperación y la conservación del patrimonio musical cinematográfico, Fimucité decidió entregar al director del sello, James Fitzpatrick, el galardón honorífico del festival, el Premio Antón García Abril. Fitzpatrick recibió la estatuilla de manos del alcalde de la ciudad, José Manuel Bermúdez, y tuvo hasta la deferencia de recordar al compositor que da nombre la trofeo, mencionando que fue autor de una banda sonora por la cual él siente predilección, Monsignor Quixote (87).

El concierto formaba parte de la vertiente pedagógica del festival, pues nuevamente estuvo interpretado por un grupo de jóvenes alumnos de los conservatorios Profesional de Música de Santa Cruz de Tenerife y Superior de Música de Canarias, en esta ocasión con formato de orquesta sinfónica, bajo la dirección de uno de sus profesores, el maestro José A. Cubas. Antes de empezar la velada, tuiteé está a punto de comenzar el “tetosterónico concierto”. A priori, era el pensamiento más lógico: El Cid, Taras Bulba, Gladiator, El Rey Arturo… todos muy machotes. Me esperaba, pues, un recital vertiginoso y, de hecho, hasta temía que pudiera acabar saturado con tanta fanfarria. Y, curiosamente, la noche destacó por su inesperada placidez: si bien es cierto que hubo espacio para alguna marcha que otra, la gran mayoría del concierto estuvo integrado por temas calmados, ya fueran románticos o descriptivos, pero, desde luego, nada atronadores. Sobre la interpretación, solo diré que fue un trabajo muy meritorio por parte de una agrupación en formación que, como bien expuso al final del concierto el director del festival, Diego Navarro, defendió un programa diseñado para músicos profesionales. Sí: hubo alguna inexactitud y ciertos pasajes pecaron de falta de brío, pero en general la Joven Orquesta Sinfónica FIMUCITÉ, que así se llamó a la agrupación, estuvo a la altura de las circunstancias. Yo, desde luego, espero volver a escucharla.

El concierto se abrió con la ya mencionada Wiedzmin 3: Dziki Gon – Krew i wino. Dado que no toco un videojuego desde que el Spectrum 48k era una novedad, desconozco todo sobre este título y su música, por lo que fui virgen a su encuentro. Los primeros compases me hicieron temer lo peor, porque era más que evidente que sus autores habían escuchado más de una vez el Conan de Poledouris (¿y quién no?), pero por fortuna, pronto ese fragmento dio paso a otros más originales. Como dije anteriormente, muy plácidos, casi pastorales, con la participación de una voz solita que le daba a todo cierto aire místico.  El siguiente guerrero en entrar en liza fue el mismísimo El Cid (69), inmortal partitura de Miklós Rózsa de la cual se interpretaron tres temas: la obertura, el de amor, y la marcha. Siempre me ha hecho gracia que para este encargo, el músico húngaro recurriera al pasodoble para elaborar el tema del protagonista, ya que cada vez que lo escucho, más que a un caballero medieval, veo a un torero. Y como antituaurino que soy, no es una asociación de ideas que me entusiasme. En contrapartida, el tema de amor es uno de los más bellos que recuerdo en una pantalla, y dio una oportunidad a que la joven (y nerviosísima) violinista solista se pudiera lucir.

Con Hans Zimmer llegó el escándalo. Exagero, claro, pero es verdad que interpretar al músico alemán con orquesta sinfónica siempre es peliagudo, porque todo sabemos de su querencia por amplificar el sonido en la esa de edición y utilizar tanto instrumentos exóticos como sintetizadores, todo ello imposible de reproducir con músicos en vivo. Y ojo: me parece legítimo, ya que la música de cine no se ha escrito para la sala de conciertos, sino para ser reproducida a través de equipos de sonido en las salas de cine. Por tanto, lo que se escuchó fue una adaptación orquestal de las piezas originales, y Gladiator (00) salió algo perjudicada. La suite para la película de Scott comenzó, además, por uno de los temas más notables en el filme pero, probablemente, menos populares para el público: el de la llegada del emperador a Roma. Luego continuó con la famosa música de la batalla (sin la guitarra española), en donde temí que en algún momento los músicos se confundieran y terminaran tocando Piratas del Caribe (sí, lo sé, soy malo). La versión de King Arthur (04) estuvo mucho más lograda: de nuevo un tema lento, puntuado por un solo de flauta que le daba un toque melancólico.

Abrió la segunda mitad de concierto The Last Valley (70) de John Barry. Otra vez una música que no es que sea la alegría de la fiesta, precisamente, y desde luego, no es de mis Barry predilectos. Y a continuación, temazo: For the Love of A Princess de Braveheart (95), una de las mejores obras compuestas jamás por James Horner, que en esta versión he de decir que la orquesta pecó de cierta frialdad. A estas alturas del concierto, la cosa había discurrido con demasiada calma para ser una velada dedicada a guerreros. Todo buena música, adecuadamente interpretada, pero excesivamente pausada. ¡Y en ese momento fue cuando Taras Bulba llegó al rescate!

La pieza de 1962 de Franz Waxman siempre ha sido una de las marchas más animadas del cine épico, con un tono festivo y juguetón. Es, además, un tema sencillo puesto que, básicamente, es siempre la misma frase repetida a diferentes ritmos por instrumentos diversos, por lo que requiere de una buena interpretación para evitar que sea monótona. Y se consiguió. Sonó con vivacidad y fue premiado con el aplauso más cálido de la noche. No es de extrañar que, como propina, fuera esta la pieza elegida. Tras el subidón del patriarca cosaco, le tocó el turno a The War Lord (65) de Jerome Moross, un gran músico con pocas pero distinguidas bandas sonoras como la que nos ocupa, en la que destaca su romanticismo pero también cierto toque religioso que impregna la pieza. Una música hermosa que trajo de nuevo el sosiego al concierto. Zulu Dawn (79), de Elmer Bernstein, fue la penúltima pieza en sonar. Particularmente, puestos a elegir una música guerrera del autor, hubiera preferido una suite del episodio de Taarna de Heavy Metal (81), pero esto tampoco estaba nada mal y sus toques pseudo-británicos, de mano de uno de les compositores más americanos que hay, resultan muy divertidos.

Cerró el concierto Ben-Hur (59), que si nos ponemos quisquillosos, era antes un piloto de carreras del Siglo I que un guerrero, pero se le perdona porque Rózsa le compuso una obra maestra. Una de las cosas que siempre me han gustado de la obertura de esta banda sonora es como pasa de la solemne y estruendosa fanfarria que la abre a ese delicado y exótico pasaje con pizzicato que nos lleva de cabeza al desierto. De cero a cien en un segundo: ¡que cosas sabía hacer Don Miklós! Mañana, más.

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