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ANATOMÍA DE UNA LOCURA

07/01/2021 | Por: Conrado Xalabarder
OTROS TEMAS

Por Joan Bosch i Hugas

Nuestro amigo y compañero Joan Bosch dedica este artículo al trabajo de Franz Waxman en el filme de Billy Wilder Sunset Boulevard (50), por el que ganó su primer Oscar.

Se iniciaba la década de los cincuenta cuando el autocomplaciente Hollywood recibía, de propia mano, una certera estocada en los intestinos que destripaba sin contemplaciones la acaramelada imagen glamorosa con la que había engrosado sus arcas. ¡Bastardo! ¡Has deshonrado a la industria que te creó y que te alimenta! ¡Deberías ser embreado, emplumado y expulsado de Hollywood!, espetó Louis B. Mayer a Billy Wilder después de un pase privado destinado a las gentes de la profesión en los estudios Paramount. Fuck youl (¡Jodete!), cuentan que le replicó Wilder, añadiendo: Get shit in your hat! (¡Llena de mierda tu sombrero!), versión anglosajona del más castizo ¡Vete a la mierda!

Las frecuentes incursiones argumentales precedentes a Sunset Boulevard ambientadas en Hollywood y realizadas desde el mismo Hollywood, tenían por costumbre ser más irreales que las fantasías en él elaboradas. El star system encontraba su mejor abono en la propia promoción y autohalago. Puede que existieran anteriormente visiones menos complacientes, pero es a partir del título que nos ocupa que se realizaron las críticas más feroces y los retratos más decadentes: The Bad and The Beautiful (52) y Two Weeks In Another Town (62), ambas debidas a Vincente Minnelli, The Big Knife (55) y What Ever Happened to Baby Jane? (62) de Robert Aldrich, The Carpetbaggers (64) de Edward Dmytryk y The Day of the Locust (75) realizada por John Schlesinger son una buena muestra de ello. No obstante, si algo distinguía y sigue istinguiendo la Meca cinematográfica es un fino olfato mercantilista que enseguida los llevó a comprender que el aireamiento de corruptelas, degradaciones, vicios y desgracias, ciertos o ficticios, no dañaban ni mucho menos sus saneadas cuentas sino que eran un suculento filón que debía seguir siendo explotado. Indiscutiblemente, después de Sunset Boulevard Hollywood ya no volvió a mirar a Hollywood de Ia misma manera.

  • Furtiva introducción al paraíso del glamour por la trastienda

La película se inicia con una acera banal y cotidiana ocupando la pantalla mientras el logotipo de la Paramount, en sobreimpresión, certifica Ia autoría de la producción. La cámara se desplaza lentamente hasta abandonar la zona peatonal deteniéndose, brevemente, ante un rótulo urbano acomodado en el borde de la calzada: Sunset Boulevard; reinicia la marcha y emprende, cabizbaja, un ciego recorrido con la mirada rezagada escrutando tramos ya rebasados. La luz es tenue. La suciedad provocada por el ajetreo diario impregna la vía urbana. La exclusividad negriblanca de la proyección apenas arrebata realidad cromática al colorido natural. Todo es trivial, vulgar y corriente... la acerada retina de Billy Wilder se introduce en el paraíso del glamour por la trastienda, furtivamente, arrastrándose por el suelo y con la mirada puesta en el pasado. No es escasa la información que unos pocos fotogramas proporcionan, pues ya desde esos instantes iniciales, el espectador sabe mucho más, percatándose inconscientemente del sesgo dramático de la historia que va a presenciar: la orquesta, presente desde el mismo inicio, irrumpe, en tono trágico, agrediendo el silencio, imprimiendo a las imágenes el ritmo frenético y nervioso de una rotativa periodística como queriendo certificar, con su apresuramiento, la naturaleza documental de los hechos que se van a relatar. Con abrupta agresividad sincopada, conceptualmente emparentada a los ominosos exordios de filmes de gánsteres comentados por Rózsa desde el atril, expresa un mensaje agorero por el momento todavía ajeno a la película.

Aún distante de su objetivo final, la cámara se mueve en apresurado travelling a ras de suelo, recorriendo con su mirada gris el gris asfalto, en tanto que los títulos de crédito van surgiendo sobreimprimidos en pantalla. Sin abandonar su registro aciago, la composición alienta el espíritu viajero de la cámara, aportando celeridad, con una rítmica sinfónico-jazzística oriunda de la interpretación musical que George Gershwin patentara como característica del trajín de la gran ciudad. Waxman, sin duda, el más receptivo de los músicos europeos descollantes durante la época áurea de Hollywood, manteniéndose fiel a preceptos e inclinaciones eurocentristas, acepto y asimiló, ya desde sus inicios musicales en salas y cabarets germanos, el lenguaje jazzístico, sin importarle tampoco recurrir a estereotipos comúnmente aceptados. Si la música abrupta de Miklós Rózsa (anecdóticamente derivada de danzas campesinas del norte de Hungría) el cine la había indeleblemente asociado a atmósferas malsanas, ¿qué mejor recurso para dotar a la banda sonora de Sunset Boulevard de un parejo contenido emocional, fácil y rápidamente inteligible? El músico, de ecléctico paladar, acepta con naturalidad recursos ajenos como vagas sugerencias a las que imprime su personal talento creativo.

El recorrido rasante de la cámara se prolonga hasta la conclusión de los créditos y la orquesta entretanto hilvana en los arcos un melancólico apunte melódico como fugaz reminiscencia de glorias pasadas, un esbozo premonitorio de la enfermiza nostalgia de una antigua diva patéticamente anclada en sus recuerdos alcanforados (Tema de Norma Desmond). Pero, en modo alguno, un recuerdo puede imponerse a la realidad patente, en la tarea autoimpuesta por el músico, de retratar emotivamente el drama, por lo que la melodía sucumbe, una y otra vez, bajo el ritmo animoso y vital del Hollywood contemporáneo (a la realización de la película). Cuando, al fin, concluyen los créditos, la cámara, sin detenerse, alza la mirada mostrando un plano general de la avenida. Al fondo, dos motocicletas se acercan velozmente abriendo paso a unos automóviles de la policía seguidos por la prensa. Una voz masculina inicia el relato: Si, es Sunset Boulevard...

Los vehículos se introducen en una lujosa villa cuyo esplendor pretérito se ve injuriado por la desidia, adquiriendo, a las primeras luces del alba una estampa casi siniestra. La música, enturbiada por motores y sirenas, persiste en sus ominosas premoniciones. En la piscina, el cuerpo de un hombre flota inmóvil, tendido de bruces sobre el agua. El acompañamiento musical resuena grave, soterrado, discreto, mientras que observado desde el fondo de la piscina, el cuerpo sin vida, parece haber emprendido un vuelo macabro. La voz en off, sin previo aviso, cambia a primera persona, identificándose con el finado, y empieza el relato de los acontecimientos que le depararon tan definitivo desenlace: huyendo de sus acreedores, el destino había conducido a Joe Gillis (William Holden) a aquella sórdida mansión concebida desde la desmesura y ahora abandonada a su suerte. Su habitante, Norma Desmond (Gloria Swanson), una reina del cine mudo que el advenimiento del sonoro derribó de su trono, se niega a aceptar la realidad y vive recluida en un museo de nostalgias, un claustrofóbico mausoleo, entre recuerdos disecados, servida por un enigmático mayordomo (Erich von Stroheim), que por designio de la morbosidad literaria resultará ser su primer marido y descubridor. El desesperado Gillis, un escritor cinematográfico con un activo de únicamente un par de películas de segunda categoría, creerá haber encontrado su tabla de salvación y aceptará reelaborar el guión de Salomé, escrito por la actriz y a hospedarse en la casa mientras dure el trabajo. Progresivamente, irá perdiendo su libertad, llegando a la total dependencia. Conocerá a una joven, Betty Shaefer (Nancy Olson) con quien recuperará la autoestima y forjará fantasías románticas. No pudiendo retenerlo por más tiempo, la Desmond le impedirá la huida poniendo fin a su vida con tres disparos.

  • Dos fugitivos y un complot

Franz Waxman, que en su juventud había compartido infortunio con Wilder al verse obligados a abandonar Alemania acosados por la locura genocida de los asesinos de la esvástica, recibió de su amigo el encargo de musicalizar su nueva película. Aceptó y planificó la composición en base a una estrategia que constituye el armazón de toda su obra cinematográfica:

La música de cine debe hacerse notar de forma inmediata ya que solo se oye una vez, generalmente por un público no preparado y que, además, no ha ido al cine a escuchar música. Me inclino por temas sólidos que puedan ser fácilmente reconocibles y susceptibles de ser repetidos, en forma de variaciones, a lo largo del filme. Dichas variaciones, han de ser a su vez, expresivas y no complicadas.

Ciertamente, en esquema, la composición para este sórdido melodrama no reviste complicación alguna: unos pocos motivos recurrentes (tema de Norma Desmond, tema de Joe Gillis, que se reparten el protagonismo absoluto, y un tema romántico de presencia mas limitada para sellar la atracción entre Gillis y Betty Shaefer); algunas piezas argumentalmente secundarias; y un elaboradísimo entramado orquestal que amolda los temas personales a las circunstancias dramáticas.

Finalizada la presentación, una cortina nebulosa nos adentra en la visualización de la historia y es nuevamente la composición musical la que reviste una mutación más notoria. Aquellas funestas frases musicales que mascullaba la orquesta al descubrir el cadáver adquieren un dinamismo y vitalidad, instantes antes inimaginables, al ser apropiadas por el piano. No tardaremos en comprender que se trata del alter ego musical del protagonista (Tema de Joe Gillis). Aunque no es el talante de Gillis lo que interesa al músico ya que, por otra parte, el intento de esbozar su idiosincrasia, tal vez excediera a las posibilidades del papel pautado. Para Waxman, el escritor representa el Hollywood contemporáneo (el de 1950). Ese Hollywood que tímidamente aún, empieza a interesarse por sus propias raíces, saludando a Gershwin como el compositor genuinamente americano. El tema referencial de Gillis, fiel a los credos de su autor, está desprovisto de toda complejidad: una melodía sincopada de fácil retención, estructurada en dos simples frases, recayendo en la segunda prácticamente todo el peso de las variaciones.

Otra argucia compositiva de la que el músico extrae su máximo rendimiento es la fragmentación. Pocas veces se reiteran los temas en su total integridad. EI ejemplo más extremo por su concisión se puede constatar en los inicios de la película cuando un Joe Gillis falto de inspiración, sentado ante la máquina de escribir no consigue articular una sola frase entera. El tema musical a él adjudicado intenta alzar el vuelo una, dos, tres... hasta siete veces, no consiguiendo en ninguna de ellas pasar de la segunda nota.

Si bien, no es precisamente la fidelidad instrumental una característica identificativa de los temas referenciales waxmanianos, sí que tienden a manifestarse preferentemente en un mismo instrumento. La búsqueda de trabajo y las escaramuzas de Gillis con sus acreedores son comentadas en el pentagrama, fundamentalmente, con la claridad tímbrica del piano. Y será en este instrumento sobre el que recaerá la responsabilidad de contextualizar cronológicamente la acción valiéndose de la figura del guionista. A medida que Gillis se adentre en el mundo hermético e irreal de la actriz, su sombra musical perderá la agudeza resultante del piano languideciendo melancólica al saxo.

A pesar del protagonismo inicial (interpretativo y musical) del personaje masculino, el verdadero centro del relato es Norma Desmond, la egoísta y vanidosa estrella del cine mudo, ególatra de su pasado, que se aferrara a Gillis como si de una pócima de juventud se tratara. Habita un rancio caserón impregnado de un mismo anacronismo patético que, hermosamente, la música sugiere. De hecho, el tema inspirado por la actriz, ya conocido en toda su belleza melódica desde el preámbulo, surge argumentalmente por primera vez cuando el mayordomo invita a Gillis a cruzar el umbral de la casa, instantes después de que ella, emboscada tras las cortinas de un ventanal lejano, increpara al escritor sin que la partitura la delatara. De esta manera, la mansión, también musicalmente, se impregna de los mismos aromas nostálgicos y decadentes que su dueña.

El contraste entre los dos motivos primordiales es notorio, y fundamental para el correcto desarrollo del entramado musical. Mientras que el tema de Gillis invita a la actividad, con su vitalidad saltarina, el de la Desmond se balancea lánguidamente, de preferencia en las cuerdas, evocando nostalgias pasadas. No obstante, no existe confrontación estilística entre ambos. El análisis estructural revela un esquematismo idéntico: una melodía de fácil recuerdo, construida por dos expresivas frases, pretendidamente simples, de las cuales preferentemente se varía la segunda.

Establecido el tono emotivo del referente musical que ya no habrá de abandonar a la actriz, la musa waxmaniana se vuelca en el personaje precisando cronológicamente su entorno irreal. En sus delirios, la vieja estrella enaltece la figura de Rodolfo Valentino y el músico, aferrándose a la cita, complementa sus desvaríos prolongando, en un par de ocasiones, el motivo personal con una melodía fundamentada en un tango que, al igual que las fantasías de la actriz, no logra concretarse, creándose una atmósfera de exótica irrealidad.

La escena cumbre de la película, cuyos fotogramas gozan de un lugar de referencia en las enciclopedias cinematográficas, es sin lugar a dudas la que pone fin al drama. Tras haber asesinado a Gillis, en la mente perturbada de Norma Desmond ya no hay lugar para la cordura. Los periodistas atraídos por el asesinato han invadido la mansión, llenándola de flashes y ajetreo. Norma, en lo alto de la escalera, se dispone a descenderla convencida de estar interpretando a Salomé ante las cámaras de De Mille. La compenetración de la partitura con el mundo irreal de la infortunada es total, configurando el más dramáticamente hermoso pasaje de toda la composición. Trompetas atenuadas con sordina, como un lejano eco de glorias pasadas, se desmarcan brumosas de la línea melódica principal. El tema de Norma, entonado por toda la orquesta, deriva, a ritmo de oscuro bolero, en una trágica y grotesca parodia de las músicas exóticas hollywoodianas. Norma, con el histrionismo expresivo del cine mudo en su rostro alzado, va descendiendo ceremoniosamente, peldaño a peldaño, al ritmo obsesivo y trágico de registros graves mientras trémolos de cuerdos certifican su estado mental desquiciado. Pudiera ser que, con el afán de indagar las posibles motivaciones subyacentes ante una determinada decisión creativa, en ocasiones, llegáramos a conclusiones que sorprenderían al propio autor, sin embargo, en esta ocasión no parece aventurado conjeturar que en el melodismo orientalizante de esta página musical subyace la esencia straussiana, más concretamente La danza de los siete velos de su ópera Salomé. Basamos el convencimiento en el conocimiento histórico de que el realizador rodó la escena con la composición de Richard Strauss como acompañamiento musical.

  • Un Oscar bien vale una traición

La sorpresa surge con la clausura musical. Aún reverberan en la retina del espectador las deprimentes imágenes de la Desmond, totalmente ida, acompañando voluntariamente a la policía entre el destello de las cámaras, pasando ignorante a escasos pasos del cadáver de Gillis, recreándose en el clamoroso triunfo que su mente enferma ha forjado. Se funde en negro la pantalla, surgen los créditos finales y el motivo romántico que hizo concebir vanas esperanzas a las aspiraciones amorosas del escritor introduce un apoteósico tono de melódica placidez lirica sin ningún tipo de fundamento dramático. Las circunstancias que condujeron a una tan absurda aberración argumental en una partitura de estrategia tan meticulosamente planificada, escapan a nuestra comprensión, a no ser que se debiera a un desafortunado intento comercial de rentabilizar unas hermosas solfas, de aparición necesariamente parca en el desarrollo argumental, en vistas a obtener la máxima distinción en los premios de la Academia, que en no pocas ocasiones han evidenciado su aptitud para premiar melodías afortunadas ignorando obras maestras de mucho mayor calado. De ser así, el ardid funcionó y Franz Waxman vio recompensado su esfuerzo con la otorgación de la preciada estatuilla a la mejor banda sonora.

Quien decida prescindir de la visualización del filme, verá su respeto por la habilidad creativa del músico germano injustamente menguado, pero como de habitual acontece entre los grandes maestros de la composición cinematográfica, la audición exclusiva de la banda sonora le habrá de proporcionar suficientes argumentos placenteros como para reconocer sin reservas las virtudes musicales de su autor. La edición discográfica, más extensa que la composición audible en la banda sonora de la película, nos permite elucubrar imágenes respecto a dos secuencias eliminadas de la versión definitiva tras la desastrosa respuesta del público ante las preview organizadas por la Paramount. Inicialmente, el arranque del filme, que había sido escrito íntegramente por Wilder en solitario (el guion, que se fue gestando a medida que avanzaba la realización, lo compartían con el director Charles Brackett, que sería el final de una productiva asociación, y D. M. Marshman), era totalmente distinto. Realmente, por más que el realizador afirmara que era una de las mejores secuencias por él jamás filmadas, el morboso planteamiento humorístico de que hacía gala no congeniaba en absoluto con el tono general del drama. En este desestimado inicio, el cuerpo sin vida de Gillis reposaba en los fríos receptáculos de la morgue, perfectamente alineado con otros cadáveres cubiertos por unas sabanas que se transparentaban y permitían alzarse los cuerpos a su través enzarzándose en una tertulia propia de sala de espera de un consultorio médico: -¿Y tú de que has muerto?, -Yo, ahogado. -¿Cómo puede morir ahogada una persona tan joven?, -Es que me habían disparado... La parroquia rompía a carcajadas. Proseguía la película y el público al no hallar el tono socarrón que por lo ofrecido esperaba se desorientaba y salía de la sala confuso e irritado. La música escrita por Waxman, indirectamente perjudicada, se orienta a la consecución de una atmósfera brumosa, etérea y fantasmal subrayando las intervenciones de Gillis con sus solfas identificativas. El corte identificado en la grabación discográfica como número 1 integra, sin solución de continuidad, los créditos ya analizados (Main Title), sin ninguna modificación respecto a la versión definitiva, la escena desestimada (The Morgue) y el inicio del relato en primera persona (Joe’s Apartment). La segunda escena suprimida pretendía cerrar la elipsis argumental retornando la cámara al depósito de cadáveres donde sorprendía a Betty llorando junto al cadáver de Gillis. La producción consideró que no era lógico que la trágica historia de Norma Desmond terminara con un personaje tangencial en pantalla y, al parecer, en esta ocasión el director se avino mas fácilmente a razones. El corte musical incluido en la edición fonográfica se corresponde con la partitura realizada para esta versión primeriza, por lo que se prolonga algo mas (corte 19) que el escuchado durante la proyección.

Desglose de la banda sonora completa por cortes: 1.- Créditos/ La morgue/ El apartamento de Joe. 2.- Joe y su coche. 3.- Scwabl's Drugstore. 4.- “Búscate otro agente”. 5.- Persecución automovilística/ Una mansión desierta. 6.- Norma Desmond. 7.- Joe se despierta en casa de Norma Desmond. 8.- La gran Norma Desmond. 9.- Un automóvil antiguo. 10.- "As Long as the Lady Paying"- Lluvia. No cierra. 11.- Intento de suicidio. 12.- Feliz año nuevo, Norma / Norma imitando a Chaplin. 13.- Conduciendo hacia la Paramount. 14.- Norma y De Mille. 15.- Norma se va de la Paramount/ Tratamientos de belleza/Caminando por la Paramount. 16.- Betty deja a Joe. 17.- Joe intenta dejar a Norma/ EI delirio de Norma/Disparos. 18.- Un final irónico. 19.- Créditos finales. 20.- Títulos de crédito.

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